Estoy convencido de que nunca se ha parado a pensar cuán solitaria y aburrida puede ser la vida de su ombligo. Imagínese una vida tan larga como la suya que discurriera siempre en el mismo espacio y sin más finalidad que la de mantenerse ahí, redondo y triste. Pues bien, comencemos por el érase una vez un ombligo, un ombligo como el suyo o como el mío, un ombligo cualquiera, un ombligo redondo y triste.
Habitaba este ombligo casi diminuto en un gigantesco cuerpo que se extendía a su alrededor como una vasta geografía de íntimos valles y redondas colinas. Aquel cuerpo era un cuerpo de mujer, delgado y bien proporcionado, de piel suave y rosácea. Tenía dos larguísimas piernas que el ombligo veía prolongarse simétricamente, como dos puentes tendidos sobre el vacío del aire hasta los lejanos pies, lugar en donde moraban diez escasos y gruesos dedos que siempre tenían algo de que reírse. Incluso el ombligo podía oír sus roncas carcajadas sin necesidad de que las rodillas flexionaran aquellos puentes gemelos. Al norte de este ombligo terminaba la llanura que lo cobijaba y aparecían los elegantes brazos con sus finos dedos, el exquisito cuello y la pretenciosa cabeza, engalanada con su abrigo de perfumados cabellos. ¡Y qué decir de los habitantes del rostro!: los coquetos ojos, la altanera nariz, los dulces labios... En este cuerpo cada uno los miembros, huesos, órganos y apéndices era feliz, estaba satisfecho, mas hay que decir que los del norte no se llevaban demasiado bien con los del sur. Los primeros pensaban que las tareas de los segundos eran sucias y simples y éstos a su vez los consideraban a ellos unos presuntuosos y remilgados que desconocían de la importancia de su labor. Así, unos y otros menospreciaban sus respectivas ocupaciones y pensaban que sin ellos los otros no podrían arreglárselas de modo alguno. Se sentían infinitamente diferentes pero compartían la convicción de ser indispensables para los otros. En tal conflicto el ombligo no tenía nada que decir. Él no tenía ninguna función. No era más que una cicatriz; no andaba, no respiraba, no masticaba, no veía, no sostenía, ni siquiera crecía. Esto apenaba mucho al ombligo. Desde su desierto de piel anhelaba sentirse uno más de aquel cuerpo, sentirse respetado y no tener que escuchar nunca más los comentarios desdeñosos que se dirigían entre ellos y que solían acabar siempre con un “peor es el ombligo, ése sí que no sirve para nada”. El pequeño ombligo se sentía inútil y sobre todo, solo. Si al menos hubiese otro como él, se decía, no se sentiría tan extraño, tan ombligo, tan redondo y triste.
Todos los demás tenían idénticos hermanos y si había alguno que, como el ombligo, era único, al menos tenía una función que sólo le pertenecía a él y con la que se ganaba el respeto de los demás. Tal era el caso del cerebro, quien se vanagloriaba sin ningún pudor de su unicidad y de su poder para dar órdenes a los demás. El cerebro lo organizaba todo, disponía cuanto deseaba y los demás no tenían más opción que obedecer. A menudo el ombligo soñaba con ser tan poderoso y complejo como el cerebro pero su deseo se topaba una y otra vez con la evidencia de no ser más que un agujero con fondo, un vacío sin ninguna utilidad.
Sin embargo, tanto el ombligo como el cerebro y los demás miembros del cuerpo olvidaban algo: que todos se necesitaban de manera forzosa: ¿qué podría hacer el cerebro sin la sangre que impulsaba el corazón?, ¿acaso caminarían las piernas sin los huesos y los músculos?. No tardaría mucho el protagonista de esta historia en saber de la mágica relación que los mantenía unidos y aun con vida.
Una calurosa tarde de verano (las tardes en que suceden estas cosas suelen ser calurosas y de verano) el cuerpo en que habitaba el ombligo se dirigió a casa de otro cuerpo amigo suyo. Una vez allí, la boca comenzó a hablar de cosas intrascendentes, las manos no cesaban de retocar los cabellos, los ojos parpadeaban con frecuencia, las piernas se cruzaban una sobre otra nerviosamente... Incluso el ombligo se sentía inquieto: notaba una presión extraña, un cosquilleo similar al que se producía cuando el cuerpo tenía un examen de matemáticas o mentía a su madre. De repente el corazón latía cada vez más y más deprisa. En unos segundos el ombligo estaba aplastado contra otro ombligo. La situación era ciertamente embarazosa. Ambos se intuían iguales pero... ¡eran tan distintos!. Aquel otro ombligo era mucho más grande, incluso mucho más redondo. A su alrededor se amontonaban unos pelos gruesos y rizados y hablaba con un acento extraño. Verse copiado en alguien tan diferente produjo una primera sensación de temor en nuestro pequeño amigo. Sin embargo, a medida que lo miraba y descubría en él todas aquellas otras cosas que compartían, el temor abrió paso a la simpatía. Le confortaba sentirse acompañado, saber que ese otro era tan ombligo como él a pesar de ser más redondo, más grande y más peludo.
Había pasado mucho tiempo desde que el ombligo descubriera a su gemelo grandullón. Ahora su vida ya no era tan redonda y triste. Sólo necesitó ver y dejarse ver en otro para comprender que todas y cada una de las partes del cuerpo tenía una función complementaria a las del resto, ni mejor, ni más importante, ni más difícil, ni más bonita, simplemente igual e imprescindible para los demás. Y descubrió cuál había sido la suya y la de todos los ombligos del mundo: recordar a los cuerpos que todos son iguales, por muy diferentes que sean sus ombligos…