13 abril 2007

MACARRONES CON TOMATE



Tengo veinticuatro años reversibles, es decir, veinticuatro años de guión circular, de vida precocinada esperando en el siniestro vientre de un microondas sin botón de encendido. Demasiados y metafóricos circunloquios para acabar confesando que lo que en realidad quiero decir es que soy un borrego más del rebaño: tengo veinticuatro años, un título universitario y estoy en paro. Supongo que cuesta admitir que he pasado cinco años de mi vida aprendiendo a pedantear para nada...

Retomando lo que les decía al principio, aquello de que mi vida ha sido un camino trazado de antemano con una confusa "metasalida", les diré que no me preocupa más que los macarrones con tomate. No, no bromeo. Los macarrones con tomate, ésa sufrida y económica solución culinaria, vienen resumiendo tristemente la existencia de al menos un par de generaciones de tópicos juveniles. El joven macarrón con tomate vive con sus padres hasta que alcanza la edad legal para hipotecarse, o sea, los treinta y cinco en el mejor de los casos, o hasta la menopausia o hasta que la orfandad sobrevenida le permita no tener que buscar otro techo aparte del paterno. Por otro lado, el joven macarrón con tomate, además de no saber cocinar nada más que el susodicho plato, busca siempre la solución más rápida, sencilla y eficaz a sus problemas (es por eso que tiene tendencia a doblegarse a la estricta vida monacal de las Universidades y otros centros de clausura del saber). Y, finalmente, llegará un momento en su vida en el que se encontrará un poquitín crudo y nadando con dificultad en una viscosa salsa de contratos de prácticas impracticables, becas de saldo y dos por uno y demás artilugios de tortura laboral y acceso al primer empleo...

Pero yo, señores, he decidido no ser nunca más un macarrón con tomate. Yo, señores, ensordeceré con mi emepetrés y cagaré por internet, porque he decidido lucir una eterna y contagiosa sonrisa de postadolescente preadulta sin más presiones que las finales de Oté y los esemeses de mis politonos. Me drogaré para las cámaras de Pellejeros, haré botellón en Lourdes y si hace falta, secuestraré al gato de Ana Oregón para que me fotosopeen las lorzas en Interdíu y me amordacen en directo con algún polígrafo de la verdad verdadera. Suplicaré a mis padres que me financien un aumento de tetas y me tatuaré en el culo ese taco horrible de “mileurista” porque esos rollos de la belleza interior son para los feos, para los macarrones con tomate, y yo, señores, voy a ser un paté de trufa con espuma de champagne, ya saben, apolítica y aconfesionalmente clasista. Y así podré gritar bien alto que yo no soy un macarrón con tomate cuando me aborden los sicarios del Instituto Nacional de Estadística para convertirme en un nosabenocontesta más, mientras espero en la cola del INEM, veinticuatro años después.