Tantas veces había escuchado esa canción, tantas veces lo había buscado pasando páginas en su memoria mientras la hacía sonar en su cabeza que ya casi habían perdido su sentido las palabras que ahora tatareaba en un susurro descuidado. Una caricia a las cuerdas de su violín astillado, un lento descender de notas y su cara se dibujaba a este otro lado, detrás de sus párpados, delante de aquel sueño inventado. Espacios de música abriéndose paso desde su tímpano hasta lo más profundo del corazón, donde duele tanta intimidad, donde se inundan los deseos. Se acercó un poco más a la puerta. Era la misma música lo que latía en su pecho y al otro lado, la música que él puso en su boca, la música que le devolvió el tiempo prestado a la soledad. Alargó la mano hasta alcanzar el pomo, giró la muñeca y empujó hacia delante. Él. Un violín. La melodía triste que empañó su vida. El movimiento enérgico de su brazo. Tremolo. El arco se deslizaba rápidamente atrás y adelante sobre las cuerdas cuando de pronto se agotaron los compases, los pulsos, las notas... El cuchillo se hundió en la carne. Se escuchó el ruido del violín chocando contra el suelo, como un pequeño cadáver de madera. Sus dedos quedaron aferrados al arco y la sangre brotó como un río de nerviosas hormigas rojas. Exhaló un nombre de mujer y aquellla mirada de muñeco de trapo quedó cosida torpemente en el sonriente rostro del profesor.
Ana María Valero
Ana María Valero
1 Comentarios:
En septiembre más de uno se cargaría al profe, pero no al de violín precisamente, jejejeje
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